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Agua de borrajas.   6 comments

Aventuras Caseras Asociadas, presenta: Cap.XI.

 

Tenía yo un amigo famoso por sus intentos sempiternos de vendernos motos del siglo XIII. Es decir, él llegaba y se ponía a ponderar esto o lo otro, a alabar las excelencias de tal o cual cosa, actitud, tema, posición, actividad o persona, para luego ver, al poco tiempo, que era mentira. Al principio, nos afectaba mucho y le insultábamos o le amenazábamos con pegarle; alguna vez, incluso, cobró. Pero a base de imperturbable machaconería, llegó a labrarse una sólida reputación de engañabobos con cierta aureola de cínico pruebanovatos. Los que le conocíamos, nos burlábamos continuamente de él con preguntas retóricas del tipo de: ”Qué, Manolín, ¿a cuantos pardillos has engañado esta mañana?”. Y él, sabiendo que si respondía cobraba, ensayaba una media sonrisa, miserable y sumisa, para no ser objeto de nuestra brutalidad infantil.

Después he conocido a muchos vendedores de motos (de todos los siglos habidos y por haber) más o menos hábiles, más o menos astutos en el arte del engaño, más o menos burdos, más o menos entrenados. Y he visto que a los que más se tarda en cazar es a los que se creen sus propias mentiras haciendo muy difícil detectarlos, aunque resulten luego los más patéticos.

Dejando a un lado las fantasías femeninas que pretenden más bien darse importancia que engañar en toda regla o que obtener bienes tangibles, suelen ser llorones profesionales en busca de ventajas, privilegios, chollos, carguitos y, en general, todo aquello que no son capaces de conseguir con esfuerzo, trabajo y talento por la tan desprestigiada vía lenta y honesta.

 

Cornelio Servando Rosal de la Mata, era uno de estos viborillas peligrosos. En honor a la verdad, hay que matizar que no sólo vendía motos, sino enciclopedias, galletas Avellaneda y lo que fuera menester si le dejaban y si no, tenía un amplio repertorio de insistentes posibilidades. Cuando se le conocía, parecía fácil eludir sus trampas pero no era tan sencillo porque, como vendedor ágil y experimentado, mezclaba mentiras con verdades, con medias verdades, con cuartas mentiras, con semiverdades tercias, etc., etc., etc.

Yo le utilizaba, siempre que podía, para conseguir papeles sensibles del Registro de la Propiedad. Como le tenía bien cogido, y él lo sabía, se limitaba a agenciarme los documentos y datos que le pedía, a cobrar por ello y tururú trompeta, aunque me regateaba mucho los honorarios y, como el que no quiere la cosa, me contaba por sistema rumores falsos entre otros ciertos muy útiles (para putearme) que luego me costaba un montón separar y clasificar, pero alguna de sus víctimas lo pasaban verdaderamente mal.

 

Una vez, antes de mi primer infarto, Andrés, el de la tienda de fotos, a pesar de conocerle de sobra, tuvo que recurrir a él para mediar con una multinacional de fotocopiadoras de la mafia de Illinois porque el director comercial de la filial en España se empeñaba en renovarle por narices la máquina de revelado que acababa de comprar a una empresa Suiza y no había forma de convencerle de que no podía ser. Por casualidad se enteró Andrés de que Cornelio había estudiado con ese director comercial en los salesianos de Atocha y, encomendándose a todos los santos presentes y futuros, recurrió a él.

 

-Pero, hombre, Andrés, ¿cómo se te ocurre? ¿No ves que te la va a jugar?

-Sí, Martín, lo veo, pero no me queda otro remedio. Por cierto que … a ver si tú me puedes echar una mano a que Corne no me eche las dos manos al cuello, ¿eh? Y que no sea peor el remedio que la enfermedad.

-Eso es imposible, Andrés, Andresito. ¿Cómo quieres que te ayude a eso si yo mismo las paso canutas para que no me engañe demasiado a mí cada vez que le necesito? ¿No te das cuenta de que no hay forma con él, no has podido encontrar a otro?

-No, Martín, no ha habido forma de no caer en sus garras. Mi única esperanza es que engañe a ese … capo tanto como a mí y así se reparta el desastre.

-Pero, Andrés, lo más probable es que se unan los dos para despedazarte y al final sí que sea peor el remedio que la enfermedad, como tú mismo dices.

-Ahí es donde entras tú, Martín, precisamente. Para protegerme. Anda, Martín, por favor, ¿no ves que si no tendré que cerrar y eso será mi ruina?

-Andrés, hombre, no me pidas eso …

-Te pago lo que sea, Martín, lo que sea. De ti puedo fiarme y pido otro crédito o lo que sea. Pero no me dejes solo con esos buitres, Martín, por favor.

-Bueno, Andrés, no te pongas así. No se trata de dinero, hombre. A ver lo que puedo hacer, tranquilízate.

-Eres mi hermano, Martín. ¡Qué digo mi hermano, eres mi padre!

-Vale, vale Andrés, veré qué puedo hacer, pero no mezcles en esto a la familia, ¿vale?

 

Estaba perdido. Lo mismo que hay vendedores de motos y de todo tipo de artilugios, hay compradores de problemas, que somos los tontos más idiotas de todo el universo conocido.

En realidad podía considerarse que en eso consistía mi trabajo (y, encima, cuando conseguía cobrar era reconfortante y maravilloso). El problema era que esta vez no se me ocurría nada de nada y no sabía ni por dónde empezar a meterle mano al asunto. Estaba en blanco y el tiempo corría en mi contra. Menos mal que Cornelio le daba largas a Andrés.

 

-Bien, bien, Andrés, tú no te preocupes, que todo va muy bien – le decía –. Ya he hablado con él varias veces y todo marcha sobre ruedas. Sobre ruedas. De verdad. Si en el fondo es un pobre diablo, te lo aseguro. Figúrate que en el colegio le llamábamos “el culebrin” y le dábamos hostias hasta en la capilla. Tú tranquilo, que está al caer, está en el bote.

 

Y Andrés, ponía cara de barbo-tragándose-el-anzuelo y seguía atendiendo a los clientes que le pedían que les sacara como George Clooney, Nicole Kidman o Winona Ryder, que tenía en el escaparate como reclamo, en las fotos para el denei.

 

En medio de este y de otros berenjenales, me llama Cyndi y me invita a una copa al lado de su garito. Charlamos y luego la llevo a Sésamo una noche en la que había pianista al piano. Me entero de que había empezado a estudiar música y que le gustaba mucho el chelo pero tuvo que dejarlo por la muerte de su padre y la ruina de su familia y se vino a trabajar a Madrid. A veces echa mucho de menos la música celta y las montañas y los valles vascos de sus abuelos donde, de niña, pasaba las vacaciones. A la mañana siguiente no tenía que madrugar.

 

Cyndi, aparte de otras cosas más agradables que tenía yo algo olvidadas, me recordó a Halien y a sus amigos los hakkers y jugadores del Psikys. Y haciendo de tripas corazón, esta vez sin Lazo, me fui a hablar con ellos y les propuse un trabajito fino.

 

-Preséntame a tu amigo, el de la multinacional.

-¿Y eso?

-Me lo ha pedido Andrés.

-¿…?

-¿No te fías? Vamos a preguntárselo.

-No, no. No hace falta. Ya había … oído … algo.

-Vale. Que sea mañana mismo, porque les corre mucha prisa.

-¿Qué has liado esta vez?

-Ya lo verás, porque tú vas a venir conmigo, a servirme de escudo.

 

La sonrisa de gilipuertas de Antonio Salitre, como se llamaba el director comercial de Klaxon, compañero de clase de Cornelio y verdugo de Andrés, se fue borrando a medida que le explicaba de qué iba el tema.

 

-De modo que, ya lo sabes. ¿Qué me dices?

-Que … voy a llamar a la policía.

-Sí, sí. Llama, llama. Les va a encantar. Pregunta por el comisario Alemán de la Brigada de Delitos Monetarios o por el inspector Cuadrado de Extorsiones.

-¿Qué quiere a cambio?

-A Cindy Crawford, ¡no te jode!, pero no creo que tengas caché suficiente. Que dejes en paz a ese hombre de una puta vez y no vuelvas a molestarle más y te olvides de que existe o el sistema informático de tu empresa volverá a sufrir otro ataque definitivo y mortal.

-Hecho. Está bien, pero dése prisa … por favor.

-Toma, dale este pendrive a tus informáticos.

 

Cuando salíamos por la puerta electrónica de la multinacional, Cornelio me miraba con cautela y aprensión como si empezara a conocerme un poco mejor y no le gustara mucho lo que veía.

 

-No te preocupes tanto, hombre – le dije – cuando quieras te arreglo también tu ordenador.

-¡No, no, deja! – retrocedió horrorizado en el asiento del copiloto – Si ya me las apaño yo … solito.

 

Por una vez, y sin que sirva de precedente, los malos se habían quedado con un palmo de narices, se les había ido todo al garete y sus intentos de extorsión y de engaño acabaron en agua de borrajas, pero hay que reconocer que no es lo normal.

 

© Javier Auserd.

Porca miseria.   6 comments

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Aventuras Caseras Asociadas, presenta: Cap.X.

Una de las escenas más tristes del mundo y que sirven para medir la profundidad, inicio y fin de las crisis es ver a personas como yo y como tú buscando comida en la basura. Y, especialmente, las vísperas de domingos y festivos en los contenedores más próximos a los supermercados. Y si esas personas llegan a pelearse y se pegan como alimañas por la comida, el macabro espectáculo es ya para echarse a llorar o para echarse al monte, aunque tengo entendido que ya no existe porque lo han urbanizado los amigos de los modernos liberales neocon (¡!), los mismos de la secta nazi ultrasecreta que propician esas crisis, recesiones, depresiones, desaceleraciones económicas y financieras, o como lo quieran llamar.
Eso lo he visto yo varias veces hace poco. Parece ser que nos quedan unos dos o tres años de seguir viéndolo y si al final, como es previsible que ocurra, triunfa por completo la reacción, será el pan nuestro de cada día, o sea, se convertirá en estructural.
Por mucho menos, nuestros antepasados hubieran colgado del primer árbol a mano a un par o tres de chorizos (ahora llamados especuladores), pero ya no quedan casi árboles, los chorizos están mejor relacionados y protegidos que antes, la Constitución los ampara y, sobre todo, … no hay cojones.
En fin, para lo que me queda en este convento … (¡Malditos refranes!).

Hablando de basura, una de mis paranoias favoritas es no tirar ningún tipo de datos a la basura: ni etiquetas, direcciones, remites de cartas y, mucho menos aún, extractos bancarios, ¡eso es pecado mortal en mi enloquecido código de conducta!, ni siquiera hechos cachitos, porque se pueden reconstruir. Yo lo que hago es coleccionarlos y, en cuanto puedo, me deshago de ellos quemándolos poco a poco. Reminiscencias de mis tiempos clandestinos, síndrome psicótico o abierta esquizofrenia sin diagnosticar (que son las peores), el caso es que no nos entra en la cabeza ni nos hacemos bien a la idea de las virguerías delictivas que una banda organizada puede hacernos con eso, aunque los medios de comunicación nos lo cuenten (a su confusa y spanglótica manera) periódicamente, no les hacemos ni caso, que es de lo que se trata.

Mi amigo Mariano, el frutero, me contó la otra mañana que le estaba amenazando un mafiosillo de tres al cuarto que quería montar una nueva mafia callejera de protección a comercios con otros dos colegas del barrio. El caso en sí mismo era de lo más sencillo pero tenía unas ligeras derivaciones que le hacían algo interesante porque a Mariano, no sabía cómo, al mismo tiempo, le estaban saliendo de una de sus cuentas corrientes pequeñas cantidades que él no recordaba haber sacado. Lo primero que hice fue chivarme a Cheroki para que se lo dijera a su jefe, el capo local, y que les dieran un buen repaso que les quitara esas “iniciativas empresariales” y en cuanto a lo otro me puse a darle vueltas.

-¿Seguro que no has sido tú?
-Que no, Martín, que me acordaría y todavía no soy tan viejo como para estar perdiendo la memoria.
-¿Y no has notado que te haya faltado la tarjeta algún día?
-No. Siempre la llevo encima. Es la que más uso.
-¿Y tu tía?
-¡¿Mi tía Amelia?! ¡¿Estás loco?! ¡Como no fuera al revés!
-¿Y tus sobrinas?
-¡Hombre, no creo! Llevan camino de ser dos buenas piezas, eso sí, pero de ahí a eso … No sé, no sé, las vigilaré por si las moscas.
-Lo primero, anula la tarjeta y que te den otra. Haz también una cosa: anota en un cuaderno aparte cada vez que saques de esa cuenta o que pagues con esa tarjeta. Apunta el importe y la fecha y sigue controlando los extractos y lleva ese cuaderno siempre encima.
-Vale.

En ese instante, mientras hablábamos, vi cómo Mariano tiraba al cubo de la basura de la tienda una carta de propaganda tal cual le había llegado. Como mi paranoia no me permite semejante sacrilegio, se me encendió la consabida neurona en el receptáculo donde todo el mundo tiene el cerebro.

-Ah, oye, Mariano, otra cosa … ¿tú tiras toda la correspondencia a la basura?
-¿Y dónde quieres que la tire? … ¿al Manzanares?
-No, hombre, no. Me refiero a que si no la destruyes primero.
-¿Destruirla? – me miró como si yo acabara de salir de un manicomio, o mejor aún, como si no hubiera salido y sólo estuviera de visita – ¿Para qué?
-Para nada, para nada, son cosas mías. Bueno, que … vete haciendo eso y ya te diré algo. De todos modos, hazme otro favor, ¿quieres?: amontona la correspondencia en un sitio seguro y no la tires hasta que yo te diga ¿vale?
-Vale – me dijo escéptico, mientras me miraba con preocupación y duda por el evidente deterioro de mi salud mental, aunque conmigo estaba curado de espanto y acostumbrado a excentricidades más que de sobra.

Así, un poco más tranquilo, me fui a comer con Bonifacio Huertas del Campo, un cliente muy rico que tiene un bareto en la calle Fuencarral, al que las relaciones sentimentales le duran menos que unos calcetines de nylon. Le llevé al Pereira y me encargó, como de costumbre, el enésimo seguimiento de su enésima novia. Pagó él y me dio un anticipo sustancioso porque ya me estaba yo cansando de hacer el tonto y de pasarlas canutas sin necesidad. Me pagó en efectivo sacando un fajo de billetes de 100 y de 500, como los antiguos tratantes de ganado o como los chatarreros (o como cada vez más gente que vuelve a prescindir de los carísimos “servicios” de bancos y cajas), que me entrecortaron el orujo y me dejaron el amargo regusto de no ser capaz de atracarle allí mismo en defensa propia. ¡Qué cruz la mía! ¡Porca miseria!

De camino al despacho me pasé por el garaje de enfrente del mercado de Antón Martín y me revisé la cintas de las cámaras para ver si habían grabado algo de los últimos robos. Apenas se distinguía nada de lo oscuro que estaba por la manía de los dueños de ahorrar en el alumbrado, pero a los vigilantes les parecía que se trataba de los mismos raterillos magrebíes que rondaban también por los puestos del mercado desde hacía dos o tres semanas. Me las llevé para verlas mejor y aclararlas un poco en el ordenador y me tomé un café con Ramón, uno de los hermanos propietarios, en el bar de Lola. Si conseguía fijar alguna imagen se las pasaría a los del grupo de menores de la comisaría para que los detuvieran y les expulsaran los de inmigración. Yo habría preferido hablar con los de SOS Racismo, pero Montero me había amenazado en varias ocasiones con quitarme la licencia si les contaba nada. Aun así, alguna llamada anónima podía hacer, aunque me la jugara.
El buzón estaba lleno de las mismas facturas de siempre por esas fechas y una carta de la Asociación Profesional de Detectives Privados de España reclamándome la cuota de este año, que les había devuelto el banco. “¡Porca miseria! Mañana mismo lo compruebo y les pago”.
Recordé tantas veces en que yo me ponía llorón y le decía a Ana: “No sé cómo vamos a salir de esta, Ana, ahora sí que no sé cómo”. Ella me contestaba, con lágrimas en los ojos: “No te preocupes, Martín, no te preocupes. Lo más probable es que no salgamos”, y así nos reíamos, nerviosamente, un rato y empezábamos a pensar cómo saldríamos esa vez. Las hemos pasado canutas para aburrir y luego, por una tontería, estamos a esto de separarnos. El viernes tengo que volver a hablar con ella.

Careto es el ex–mangui al que con mayor agrado le doy los trabajos más duros y difíciles porque, además de su extraordinaria pericia y capacidad de improvisación, se toma la vida como a mí me gustaría aprender a tomármela: con los chatos justos para que no estorben y sin amargura. Que hay que abrir una puerta cerrada para investigar cinco minutos: Careto; que hay que insinuar una velada amenaza, creíble y verosímil, para que un grupo de niñatos dejen en paz a la hija de Anselmo, el persianero: Careto; que hay que acompañar a un cliente a sacar una cantidad importante al banco para hacer un pago algo opaco: Careto. Discreción y eficiencia: Careto. Careto, su seguro servidor, a un precio razonable. Garantía, calidad y confianza.

-Bueno, va ¿qué quieres ahora? – me dijo Careto en la bodeguita.
-Que revises basura – le contesté.
-¡Anda ya! Que la revise tu padre en esquijama.
-Con guantes y mascarilla.
-Y con tu prima Saturnina. ¡No te jode!
-Baja la voz, hombre, no seas burro. Y con … cien.
-Quinientos – me espetó sin apartar la vista del chato.
-Doscientos.
-Doscientos cincuenta.
-Vale.
-¡Joder, si lo sé te pido mil!
-¡Mil … leches!
-Schhh, baja la voz, ¿recuerdas?
-Un día de estos, te voy a mandar …
-Al cine, ¿a que sí? ¡Qué bueno eres! Y hace que no me mandas al cine con tu prima … la tira.
-Anda, so animal. Déjate de coñas y al tajo. Que te tengo que explicar la metodología.
-¡Sí, y la aerodinámica me vas tu a explicar! ¡No te jode!
-No te pases, Careto, no te pases, que siempre estás igual.
-¡Claro, no voy a estar … diferente! ¡¿Te jiba el menda?!

Total que, una vez al corriente, se puso en marcha la infalible (aunque cada vez más cara, ¡me caso en Siberia!) maquinaria G.P.S. Careto Corporation & Cia. con resultados fulminantes.

-¡Joder, tron, la gente es más guarra que la Chelito!
-Bueno, bueno, ahórrame los detalles.
-¿Ah, sí? … Pues ahora, si quieres que cante, la pasta por delante, por listo.
-¡Vaale! … ¡Toma!
-¡Eh, eh, eh, que faltan cien boniatos!
-Cuando termines … o sea, cuando empieces y luego termines.
-Bueno, va, que ayer es tarde. Toma.
-¡Pero, ¿qué es esta guarrería?!
-Pues eso … ¿qué va a ser? … ¡guarrería! Ya te he dicho que la gente es muy guarra.
-¡Pero, hombre, se tira la mierda y los papeles se meten en un plástico!
-¡Che, che, che! ¡Qué yo soy un casto varón y no uso preservativo!
-Sí, sí … Tu varón … supongo, pero casto …
-¿A que me chivo al padre Churriguera?
-Anda, anda. Me refiero a una carpeta de plástico de estas, ¿ves?
-Pues tampoco uso de esas desde que estoy regañado con Genaro, el de la papelería por tu culpa, ¿te acuerdas?
-Bueno, va. Ya lo hago yo …
-Trae, anda trae, que vas a echar la pota y te vas a poner el despacho perdido. Pero eso te va a costar un cubata extra, ¿eh?
-Va … vale.
-Si es que en el fondo soy un sentimental. ¡Cagoenlá! …

Una vez localizadas las cuentas del mafiosillo que extorsionaba a Mariano tuve que pasar a la segunda fase. Hablé con mi amigo Eduardo, el director de una de las oficinas de Caja Atocha en el barrio y le conté sólo lo imprescindible porque cuantos menos detalles supiera, mejor. Abrí una cuenta a nombre de una empresa informática ficticia, arreglé cuatro facturas, las pasé para que las presentaran contra las cuentas del mafiosillo donde más dinero tenía y se las dejé casi a cero. Retiré los fondos de la cuenta de la empresa informática, la cancelé y di de baja esa empresa.
Me las prometía muy felices disfrutando de la cara del mafiosillo cuando se diera cuenta de la “operación”, pensando que le daría algo y que le estaría bien empleado por extorsionar a la gente honrada, pero al que le dio algo fue a mí.

Ya he salido de la U.C.I. y estoy en planta. Ahora me tienen que decir cuándo va a ser la operación. Ha venido a verme Mariano con unas naranjas que luego le daré a mi madre. Está agradecido, y eso que no sabe ni la milésima parte del tema, pero lo que más le ha impresionado son las campanas que ha oído sobre lo de la basura.

-¡Ya no tiro papeles directamente a la basura, Martín, nada! ¡Hasta las etiquetas de la fruta las aparto para luego quemarlas poco a poco, por si acaso!
-Hombre, Mariano – le dije, perpetrando una sonrisa -, tampoco exageres.
-¡Que sí, Martín, que he escarmentado!
-Cuánto me alegro, Mariano, cuánto me alegro.
-Tú – me dice – lo que tienes que hacer ahora es descansar y reponerte. ¡Te tengo preparadas unas chirimoyas, que dicen que son muy buenas para el corazón! …
-Gracias, Mariano, muchas gracias (si supieras que no las puedo comer por el azúcar … ¡Porca miseria!).

c) Javier Auserd.

Publicado 7 May, 2008 por lacuevadeldinosaurio en Ladrillos

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